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21
Octubre
2020
Una nueva “normalidad mixta” para la industria financiera.

2020 prometía ser un año en el que la economía española seguiría creciendo moderadamente debido al efecto tractor de la demanda interna, a pesar de estar en un contexto general de desaceleración. Como apuntaba KPMG, la recuperación de la renta disponible y un previsible incremento de los ingresos y del consumo de las familias podía ser la garantía de ese crecimiento a pesar de las incertidumbres que podrían aportar factores como el cambio climático, las tensiones geopolíticas, los cambios regulatorios o el avance acelerado de la tecnología.

Pero la crisis de la Covid-19 ha desbaratado todas las previsiones y generado un escenario complejo desde cualquier punto de vista, máxime en el sanitario y el económico. Dos variables que pocas veces habían intervenido de manera conjunta pero que, ahora, están tan vinculadas que no se puede intentar resolver una sin atender las prioridades de la otra, ya que los más perjudicados son las personas que están sufriendo los estragos causados por la enfermedad y las familias que han perdido sus ingresos y la esperanza de obtener un trabajo a corto plazo.

Una parte de las soluciones aportadas para mitigar la situación general las ha soportado el sector de la banca, mediante moratorias en el pago de préstamos, refinanciación de deuda, canalización de ayudas, potenciación de sus sistemas digitales, etc. Este esfuerzo se ha visto penalizado por un descenso de los ingresos y un incremento de los costes operativos y por las dotaciones que han tenido que realizar para asumir las pérdidas previstas. Aunque las políticas monetarias fomentadas desde los bancos centrales estén orientadas a frenar la pérdida de rentabilidad en la medida de lo posible, todo parece indicar que no será suficiente. Esta situación solo podrá tener dos salidas: mayores concentraciones vía fusiones o absorciones (una restructuración muy querida por la gran banca) o reajuste del modelo de negocio a una realidad tan cambiante como incierta.

La primera, además de conseguir mejorar los márgenes y los recursos propios de la entidad resultante, conllevará una reducción importante de plantilla y de oficinas que requerirá de la reconfiguración de sus canales de distribución, no solo incrementando el nivel de digitalización sino, más importante, planteándose la funcionalidad de estos: ¿unidades estratégicas de negocio o puntos de venta convencionales? La nueva economía digital resolverá toda la operativa de pagos electrónicos y transacciones virtuales, pero tendrán que mantener la relevancia de sus canales físicos si quieren aprovechar una estructura histórica que puede convertirse en el valor diferencial frente a la entrada de nuevos competidores (Bigtech y Fintech). Por otro lado, ser más grandes no les eximirá de la necesidad de evaluar con más exigencia los nuevos riesgos que tendrán que afrontar en un nuevo escenario marcado por un alto grado de incertidumbre. Los riesgos de capital, de mercado, operativos, de seguridad, etc., los tienen controlados y dependientes de nuevas exigencias regulatorias que sabrán afrontar, como hasta ahora; no obstante, sus procedimientos y procesos de negocio tendrán que revisarlos para encajar nuevas crisis que ya no se resolverán intentando ser aún más grandes.

La segunda, más que una salida es casi un imperativo, ya que el modelo de banca tradicional, sea comercial o de inversión, ha demostrado seguir anclado en estructuras y procedimientos con dificultades para adaptarse a los nuevos requerimientos digitales del mercado y a la urgente necesidad de reorientar sus prácticas y políticas de relación con sus empleados y clientes. La actual crisis no solo ha precipitado necesariamente el sistema de teletrabajo, sino que ha impulsado en paralelo la apremiante reflexión acerca de las tareas que asumirán los recursos automatizados mediante inteligencia artificial, de las capacidades y habilidades que tendrán que desarrollar los empleados o que se les exigirán a las nuevas incorporaciones, y de la renovación de las estructuras de liderazgo y de la cultura corporativa hacia una “normalidad” que tendrá que estar presidida por un propósito definido por valores relacionados con aspectos medioambientales, sociales y de gobierno corporativo (criterios ESG).

La pandemia originada por el coronavirus también ha impactado en la manera en la que las personas se deben relacionar, ya que el distanciamiento social y las relaciones de trabajo virtuales han generado conductas fortalecidas por el miedo al contagio que, además, han favorecido una mayor adopción de sistemas digitales para cualquier acción, incluidas las transacciones financieras. De la misma manera que la reacción de la sociedad se ha focalizado también en reclamar un mayor compromiso social y medioambiental y un comportamiento más ético por parte de los gobernantes, esa demanda se ha trasladado igualmente a las entidades de crédito dada su responsabilidad en la anterior crisis y su papel de intermediario necesario en la actual.

En este panorama tan convulso y con la amenaza de nuevos confinamientos que agravarían la situación sanitaria y económica del país, las empresas Fintech están contribuyendo a la construcción de una nueva era en la industria bancaria. Su surgimiento tras la crisis financiera del 2008 supuso un revulsivo importante ya que apostaron por un nuevo modelo, más transparente, confiable, universal y, sobre todo, digital. Se les vio como competidores “incómodos” debido a la rápida captación de clientes y expansión geográfica, penetrando en mercados hasta entonces excluidos financieramente y atrayendo la mirada de inversores y fondos de capital riesgo dispuestos a apostar por pequeñas empresas capaces de obtener una licencia bancaria para operar de manera regulada. Y ahora la gran banca les considera colaboradores necesarios para no tener que invertir en nuevas tecnologías o en los recursos necesarios para actualizar las propias, cautivas y herederas de sistemas internos desfasados.

En la actualidad, a nivel global ya son 58 las Fintech que han sido consideradas como unicornios y, en conjunto, suman 1,07 billones $ por capitalización frente a los 0,9 billones $ de la banca. Y, aunque también se han visto expuestas a la crisis de la Covid-19, el modelo de negocio de pagos que representan, como expone McKinsey, muestra una mayor resistencia a largo plazo ya que son 100% digitales, su “core” de negocio está basado fundamentalmente en datos, tienen estructuras de costes más eficientes y organizativas más ágiles, y cuentan con una consolidada fidelidad de sus clientes al haberse distanciado de la imagen especulativa e interesada de la banca, y ofrecer una experiencia de usuario más valorada.

Por estas razones y por haberse centrado en el cliente desde su constitución, las Fintech son organizaciones pequeñas con una alta capacidad competitiva que pueden valer de tabla de salvación para los grandes bancos, si son capaces estos de colaborar o subcontratar a aquéllas para ajustar sus operaciones sin reducir su negocio. Esta es una oportunidad que la crisis de la Covid-19 ha acelerado, si bien la directiva PSD2, impulsora de la banca abierta, ya había regulado con anterioridad para que la industria de pagos pudiera evolucionar al ritmo de la tecnología y de las expectativas de los usuarios.

Una de las consecuencias que tendrá la crisis de la Covid-19 es que las personas recordarán cómo fueron tratados durante un largo tiempo de precariedad por instituciones públicas y empresas, las cuales serán juzgadas según el trato que dispensaron a ciudadanos, clientes y empleados, protegiéndolos o abandonándolos. La industria financiera no escapará a este juicio y tendrá la oportunidad de afianzar su futuro liderando una nueva normalidad mixta, creando alianzas con un propósito diferenciador, o condicionarlo con el consiguiente déficit competitivo.

 

José Manuel Navarro Llena

CMO MOMO Group.

Publicado en el Nº 60 de IT USER (págs. 144-146)

 

 

 

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